No lo saben pero están condenando a nuestros hijos al hambre.
Hace años, durante una estancia en Dublín, le dije a mi casera: “Han perdido el gaélico”.
En efecto, Irlanda no ha recuperado el irlandés a pesar de la independencia de los ingleses hace cien años.
Y aunque lo enseñan en la escuela, todos las calles están en este idioma y hay programas de radio y televisión.
Quizá en la parte occidental se habla un poco más pero el inglés es predominante.
Me dijo que sí, que tenía razón pero que gracias al inglés, tras la crisis del 2008, “nuestros hijos se puedieron ir a trabajar a Canadá, Sudáfrica o Australia”
Tenía razón.
Por eso digo que están condenando a nuestros hijos.
De hecho, nuestra clase política catalana -de Puigdemont a Marta Rovira o Albert Batet, entre otros- ya han dado muestras suficientes de la dificultad de expresarse en castellano.
La batalla de 25% es, en realidad, una de las últimas batallas del proceso.
Como han perdido en todas las otras se agarran a esta o otras batallas simbólicas.
Ahora ya no es la DUI sino las cuotas de catalán en Netflix -el gran logro de ERC en los últimos presupuestos generales del Estado- o el traslado de la Jefatura Superior de Policía en Barcelona.
No voy a ser yo el que defienda el mantenimiento del edificio en la Vía Layetana -el colega Manuel Trallero es un firme partidario de su cierre- pero Pujol, que fue torturado dentro, pasó cada día por delante del edificio durante 23 años y nunca se le ocurrió pedir su cierre.
A mí, la verdad, el bilinguismo me parece más una bendición que un castigo.
Poder leer y escribir indistintamente en catalán y en castellano es una ventaja suplementaria.
Ojalá tuvieramos la misma soltura con el inglés por razones obvias, el francés por proximidad geográfica o el alemán para leer a Rilke o Kafka en el original.
En el fondo, ir contra el 25% de castellano es ir contra nosotros mismos o contra el futuro de nuestros hijos.