Marxistas y sociólogos estructuralistas han construido explicaciones deterministas de la sociedad por las estructuras económicas, arrinconando la política a una superestructura, siempre subsidiaria de aquellas.
Sin negar, en absoluto, la importancia e influencia de las estructuras económicas, de “la propiedad de los medios de producción” en la terminología marxista, hay que reconocer a la política y a sus agentes un papel decisivo en el funcionamiento y la marcha de las sociedades.
Por no haber comprendido en su momento el protagonismo de Stalin o de Hitler se padecieron después tremendas consecuencias de todo orden.
Stalin enterró la revolución soviética en el horror de los gulags y estableció una dictadura no por medio de las checas, sino simplemente de las checas. Su paranoia criminal marcó profundamente durante tres décadas el destino de multitudes y países.
La alta burguesía industrial y financiera alemana de entreguerras creyó que podía utilizar a Hitler para contener y barrer de las calles a socialdemócratas y comunistas y lo financiaron -lo cuenta con brillantez literaria Éric Vuillard en “El orden del día”-. Conquistado el poder político, fue Hitler el incontenible. Hundió a Alemania en el envilecimiento y la total deshumanización de Auschwitz, arrastrando en el hundimiento moral y material al país entero y con éste a los que lo habían apoyado.
Y en nuestro tiempo el factor líder también es el causante directo de convulsiones: Putin, la guerra en Europa, Trump un desorden de alcance mundial; qué duda cabe que la personalidad de ambos ha sido determinante en esos acontecimientos. Sin olvidar a líderes menores cuya influencia desborda el marco nacional. Citaré indicativamente a Viktor Orbán, primer ministro de Hungría, que ha conseguido paralizar o cambiar decisiones de la UE.
Dos procesos destructivos recientes, uno mayor e internacional, el Brexit, y el otro menor y local, el procés, son claros exponentes de la autonomía de la política.
Casi todo lo que los líderes brexiters dijeron durante la campaña del referéndum en 2016, entre ellos Boris Johnson, resultó ser mentira o tergiversación, incluso Nigel Farage, destacado ideólogo del Brexit, tuvo el cinismo de reconocerlo a las pocas horas de la victoria del “sí”. La campaña refrendaria de los brexiters se basó en la “recuperación de la soberanía nacional” -una especie de declaración de independencia-, soberanía supuestamente secuestrada por Bruselas.
El resultado del referéndum debería estudiarse en los cursos de sociología, y no solo por las mentiras vertidas y el fracaso de los pretendidos beneficios para el Reino Unido pregonados por los brexiters, sino como un ejemplo mayor de la autonomía de la política respecto a las estructuras.
Los partidos mayoritarios (tories, laboristas, liberales y nacionalistas escoceses), buena parte de la élite intelectual, los grandes rotativos serios (The Daily Telegraph, Financial Times, The Independent, The Times, The Guardian…), la City y sectores significativos de la alta burguesía se oponían al Brexit. Las razones políticas e ideológicas de la oposición y las consecuencias económicas previsibles por salir de la UE fueron expuestas una y otra vez, inútilmente. Ganó una combinación fatal de nacionalismo y populismo, que, en definitiva, son también formas de expresión política.
Ahora sabemos bastante sobre el procés, un montaje de despachos y calle teledirigida armado sobre eslóganes atrayentes, pero falaces. Pretender la independencia de Cataluña, desintegrando el Estado español, creando un conflicto mayúsculo para la UE y la OTAN en el flanco sur de Europa era no solo ilusorio sino estratégicamente amenazante de la estabilidad europea, luego doblemente imposible.
Con la distancia de los cinco años y cinco meses transcurridos desde la intentona independentista sorprende que semejante absurdo pudiera llegar tan lejos y ser tan creíble como para que miles de empresas, entre las cuales la mayoría de las del Gotha económico de Cataluña, deslocalizaran sus sedes sociales y miles de millones salieran de los depósitos bancarios por el temor a quedar fuera de la UE de consumarse la independencia.
Y sorprende también que ese absurdo fuera dirigido por personajes tan mediocres como los líderes del procés, los juzgados y los huidos, que solo supieron aprovechar el movimiento del péndulo y montarse en la autonomía de la política frente a los poderes fácticos, pero que no tenían ninguna idea sobre las consecuencias de su intentona ni élan alguno para Cataluña.
Brexit y procés, cada uno en su contexto y dimensión, han sido ejemplos de efectos negativos de la autonomía política, pero mostraron que esa autonomía existe y que también puede servir para logros sociales positivos.