La magnitud de la pandemia generada por la Covid-19 ha hecho que Europa está soportando la peor crisis desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Sufrimos la mayor amenaza a la salud pública desde 1918, y eso nos obliga a replantear, tanto a nivel colectivo como individual, muchos de nuestros posicionamientos.
Antes esa situación, los líderes europeos entendieron, con sus más y sus menos, que la crisis socio económica que generaba el virus era de tal magnitud que sería imposible salir, si no se daba una respuesta conjunta.
Ahora, cuando ya empezamos a ver la luz al final del túnel y tenemos la secreta esperanza de que pronto la pandemia será un mal sueño, se hace más necesario que nunca el diseño de una política presupuestaria lógica, razonable, inteligente que favorezca la inversión y el crecimiento económico. Para que eso sea posible, es imprescindible el consenso entre los 27 Gobiernos de la UE. Si no se logra, nos veremos abocados a repetir los errores que en la anterior crisis propiciaron la austeridad extrema. Algo que no puede volver a suceder como si nada hubiera ocurrido. La compra masiva de vacunas y los fondos de recuperación nos marcan el camino, ahora hace falta que los responsables aprendan la lección.
Con las vacunas se han salvado millones de vidas; con el plan de recuperación NextGenerationEU se está a la altura de las circunstancias; pues ese instrumento temporal de recuperación, dotado con más de 800 000 millones de euros, ha de permitir reparar los daños económicos y sociales causados por la pandemia. Y han de servir para que la Europa posterior a la Covid-19 sea más ecológica, más digital, más resiliente y mejor adaptada a los retos actuales y futuros.
No obstante, siendo, esa iniciativas, acertadas y necesarias no son suficientes. La UE debe salir de la zona de confort en la que tantos años se ha mantenido. Desde principios del siglo XXI se han empezado a producir cambios estructurales en el sistema internacional que han terminado sustituyendo el orden liberal, en que se basaba el equilibrio entre las grandes potencias. La progresiva desoccidentalización del mundo y el auge de China, el aumento de la desigualdad generada por la aceleración de la interdependencia económica, la automatización y la dureza de la crisis financiera, nos han llevado a un cuestionamiento de la híperglobalización, ha aumentado el rechazo al libre comercio y la inmigración, a la vez que ha dado lugar al auge de los partidos antisistema. Este terremoto político generó el Brexit, el auge de los partidos eurófobos y la elección de Donald Trump, el primer presidente norteamericano que consideraba a la UE un rival comercial y no un aliado geopolítico. Y, por si eso fuera poco, la pandemia, además de atestar un duro golpe a las economías europeas, ha acelerado estos cambios globales, reforzando la rivalidad entre China y Estados Unidos, agudizando la crisis de las instituciones de cooperación internacional e incluso, en algunos lugares, socavando el apoyo a la democracia liberal. Aquel mundo en el que tan cómoda estaba la UE está dejando de existir. Ante el auge de los nacionalismos y el retorno de la realpolitik, la Unión tiene que reposicionarse y consolidar una posición autónoma en la escena internacional. Además, debe trabajar para sostener y liderar un renovado multilateralismo que evite una súbita involución de la globalización y que permita reescribir las reglas en los ámbitos en los que una cierta gobernanza global es imprescindible: salud, comercio, finanzas, sostenibilidad y lucha contra los paraísos fiscales.
La Unión necesita, como ha subrayado, en reiteradas ocasiones, el Alto Representante Josep Borrell, “aprender a utilizar el lenguaje del poder”, enseñando los dientes cuando haga falta y estando preparada para adoptar medidas que no gusten a los demás (algo a lo que está poco acostumbrada), como por ejemplo gravar a las empresas digitales (estadounidenses) o a las importaciones producidas con alto contenido en carbono (chinas). Para conseguirlo, urge una mayor cohesión interna que cierre las fracturas entre sus Estados miembros y vaya definiendo un “interés europeo” (hoy demasiado difuminado). También tiene que consolidar una única voz en el mundo (que no es lo mismo que una voz común, que es lo que tiene ahora). Pero, sobre todo, debe proteger su soberanía y desarrollar autonomía estratégica, es decir, tiene que dotarse de instrumentos para no tener que plegarse a las demandas de otras potencias como paso previo a la proyección del propio poder hacia afuera.
Hace apenas dos meses vimos la virulenta agresión de Bielorrusia contra Polonia, canalizada a través de un flujo migratorio artificial, orquestado por el régimen de Alexandre Lukashenko, con el apoyo de Moscú que busca, desde hace tiempo, violar las fronteras europeas y, de paso, en esta ocasión, desestabilizar al Gobierno de Varsovia. Ese ataque puso de manifiesto que la UE debe protegerse de amenazas de carácter muy diverso que van, desde el tradicional ataque bélico, hasta el ciberataque, entre otros muchos.
Pues bien, sin solución de continuidad, ya hace días que estamos asistiendo a la presión militar de Rusia en la frontera con Ucrania y vemos como Moscú incrementa la presión sobre Kiev de manera obscena, casi ocho años después de la anexión de Crimea. Esa situación ha desatado los temores tanto de Estados Unidos como de Europa. Por eso, el pasado día 10 de enero se reunían en Ginebra delegaciones de Rusia y EE UU y dos días después era Bruselas la sede de una reunión entre delegaciones de la OTAN y Rusia. Sin embargo, los representantes de la Unión no han sido convocados ni como observadores y, aunque, ninguno de los dos encuentros ha rebajado la tensión, la delegación del Kremlin prometió que no planea intervenir en la antigua república soviética. No obstante, el jefe de la delegación rusa, Serguéi Riabkov, advirtió a la Administración estadounidense, “que no buscar un acercamiento a Rusia, que pasa por reducir la presencia de la OTAN en el este de Europa, supone un gran error en perjuicio de la seguridad europea”.
El problema de fondo es que Rusia no está dispuesta a permitir que Ucrania se una a la OTAN, mientras que los supuestos aliados occidentales pretenden que Kiev pueda decidir libremente con quien colabora, ya que consideran que Ucrania es, algo así, como el patio trasero de Europa. Por eso, Josep Borrell vuelve a tener razón cuando dice que: “cualquier discusión sobre seguridad europea debe involucrar a la UE y a Ucrania”. Lamentablemente, ahora se pone manifiesto que la opinión de los Veintisiete no siempre ha sido coincidente; y con ese panorama resulta difícil actuar como bloque y ser creíbles porque, con demasiada frecuencia, los intereses particulares han primado sobre los del colectivo.
Esta situación nos demuestra que, por desgracia, sigue en plena vigencia aquel antiguo adagio romano que dice: “si quieres la paz, prepara la guerra”.
Bernardo Fernández