Un día, antes del verano del año pasado, estaba echado en el sofá y recibí un mail.
Era para un programa sobre innovación en Tel Aviv.
Decían que buscaban “perfiles de alto impacto” que, a su juicio, “van a liderar el cambio de paradigma a nivel global”.
“Por eso estamos particularmente interesados en tu perfil”, insistían.
La verdad es que me subió la autoestima con semejante contenido.
Pero desconfié, claro.
Al principio pensé que era una de esas estafas que circulan por internet.
O luego -permítanme la broma hablando de Israel, una tapadera del Mossad.
“Que mal deben estar si piensan en mí”, imaginé.
Al final, tras preguntar aquí y allí, me apunté.
Incluso a pesar del esfuerzo económico que suponía. Además, como saben, soy catalán.
No tanto por la posibilidad de visitar empresas punteras, que también, sino para recorrer sitios históricos.
El tour incluía Masada -inmortalizada en aquella serie de mi juventud con Peter O'Toole y Peter Strauss- y el Yad Vashem, el Museo del Holocausto, aunque al final a éste tuve que ir por mi cuenta.
Me sentí, sin embargo, un poco el bicho raro de la expedición.
La mayoría eran empresarios o ejecutivos latinoamericanos de multinacionales -de altísimo nivel- o profesores universitarios y expertos del sector educativo.
Aunque me acogieron estupendamente. Les mando recuerdos desde aquí.
El viaje incluía también la visita a empresas punteras.
Por ejemplo a Watergen, que extrae agua de la atmósfera. Ya les hablé un día.
Innoviz, de coches sin conductor, suministrador nada menos que de Volkswagen.
O Facetrom, que hacía reconocimiento facial. Podían saber, sólo con el análisis de la cara, si la persona en cuestión era de fiar para dejarle un préstamo o no.
Tel Aviv, en efecto, se ha convertido en la capital tecnológica de Oriente Medio.
Hasta diría que, sociológicamente, de Europa.
La mayoría de empresas norteamericanas tienen centros de investigación y desarrollo.
O han comprado directamente numerosas start ups.
¿A qué viene todo esto?
Bueno, pues ya saben: Ada Colau acaba de romper las relaciones con Tel Aviv. Además por decreto.
La alcaldesa debe ir tan justa de fuerzas de cara a las próximas elecciones municipales del 23 de mayo -ya saben a quién no votar- que tras okupas o antisistemas quiere cultivar también el voto antiisraelí.
No voy a entrar en otras consideraciones. Es cierto que Israel es una sociedad militarizada. Los hombres hacen tres años de servicio militar y las mujeres, dos.
Y que, en el McDonald’s de la autopista, puedes encontrarte soldados -jovencísimos, por cierto, o es que yo me hago ya viejo- con el fusil al hombro comprando hamburguesas.
Pero también es verdad que han librado nada menos que seis guerras con sus vecinos árabes.
Y que alguna, como la del Yom Kipur (1973), les fue de un pelo.
En caso de haber perdido los habrían arrojado al mar como habían anunciado sus enemigos. El segundo Holocausto de la historia. Todos ahogados.
Por eso vencieron. No tenían otra opción.
Cierto también que el conflicto palestino merece una solución. Probablemente dos estados siempre que se garantice la paz.
Porque para crear un estado y seguir mandando misiles pues tampoco.
Pero a los palestinos los han abandonando los mismos países árabes, que han ido estableciendo relaciones con Israel desde el 2020: Baréin, Emiratos Árabes Unidos, Sudán y Marruecos.
En fin, si Barcelona hubiera aprovechado sólo un 1% del hermanamiento con Tel Aviv quizá hasta habríamos podido pillar algo del enorme desarrollo económico y tecnológico de la ciudad.
Al salir de la estación central, por ejemplo, me quedé de piedra. Aquello parecía Manhattan por la altura y la singularidad de los edificios.
Incluso construyendo a destajo por la noche.
¿Saben que era Tel Aviv hace apenas unos años?
Nada apenas un puñado de arena.
Los judíos de la vecina localidad árabe de Jaffa decidieron en 1906 fundar una nueva ciudad en la costa.
Hasta se sortearon los terrenos. Hay una foto histórica que lo refleja.
Hoy, como decía, es una de las capitales económicas del mundo.
Pero Ada Colau, con su estrechez de miras, a lo suyo.