El suplemento Ideas de El País del pasado 8 de enero publicó el artículo “Asuman su responsabilidad” de Soledad Gallego-Díaz. Se refiere a la responsabilidad que deben asumir los hombres en la prevención de la violencia contra la mujer. El mismo día de la publicación tres mujeres eran asesinadas en España por sus parejas masculinas, y otra más al día siguiente.
Gallego-Díaz inicia su requerimiento -una suerte de “Yo acuso”- con unos datos escalofriantes, públicos, pero insuficientemente divulgados. En 2021, en España hubo 48 mujeres asesinadas por sus parejas masculinas -49 en 2022-, se registraron 162.848 denuncias por violencia machista, el 13,7% de las cuales fueron presentadas por la policía, el 8,3% por servicios médicos, 1,5% por familiares y el 76,5% restante por las afectadas.
Ninguna denuncia por vecinos, amigos o compañeros de trabajo del agresor -señala la autora-, ausencia que sugiere lecturas negativas: insensibilidad moral, indiferencia física, condescendencia (masculina), complicidad…
Gallego-Díaz pone en evidencia un hecho incuestionable -o que solo VOX cuestionaría- el maltrato y el asesinato son imputables a hombres como tales “en cifras estadísticamente apreciables”, aunque ello no es exclusivo de España.
En el resto de Europa también hay feminicidios, incluso en algunos países más. Si en España en 2020, según Eurostar, hubo 0,2 asesinadas por 100.000 mujeres, en Chequia, Francia, Países Bajos y Suecia hubo 0,3, en Alemania, Hungría y Malta 0,4 y en Lituania 0,6. La generalizada violencia de género tiene causas ancestrales.
El asesinato de mujeres por hombres (con los que mantienen o han mantenido una relación) es la expresión extrema de la sumisión histórica impuesta a la mujer por el hombre.
Friedrich Engels lo explica en “El origen de la familia, la propiedad y el Estado” (1884). La división del trabajo en el primitivo grupo humano asignó al hombre el proporcionar los alimentos y a la mujer el cuidar de la prole. Amamantar a los hijos solo podía hacerlo ella. El hombre fue acumulando poder al concebir y hacer suyos los instrumentos con los que obtenía los alimentos, instrumentos y medios que, considerados como propios, devinieron “bienes”, y poco a poco fueron “titularizados como propiedad” del hombre y transmitidos como tales.
A más “bienes” del hombre más relegación de la mujer -que no los poseía- a una posición subsidiaria primero, de sumisión después, de equiparación a un “bien”, finalmente.
Engels termina el desarrollo de esta interpretación con un aserto de una inquietante actualidad, “Cuando el hombre mata a la mujer, no hace más que ejercer su derecho” (sobre un “bien propio”).
A partir de ese origen, siglos de consolidación de los diferenciados roles sociales han llevado a la formación de un “carácter” masculino de posición superior y de posesión moral y física de la mujer radicalmente equivocado, como denuncia Gallego-Díaz. Y, en paralelo y como consecuencia, a la inferioridad cultural de la mujer, que tan bien analiza Viola Klein en “El carácter femenino” (1946). Obra primeriza de denuncia de la desigualdad social de genero con un prólogo de Karl Mannheim elogiando el método científico de análisis de Klein.
Que hombres concretos intervengan directamente para prevenir o impedir el acto de la violencia asesina contra mujeres concretas, como pide Gallego-Díaz, es ante todo un deber de asistencia. Con solo una muerte que se evitara resultaría justificado y eficaz el llamamiento a la intervención.
Sin embargo, es en el terreno cultural desde el que hay que prevenir y combatir la violencia de género -sin descartar, por supuesto, las medidas policiales inmediatas, las legislativas y las judiciales-, y es donde los hombres deben proceder con “responsabilidad de género” respecto a la mujer, reflexionando y rechazando su gratuita superioridad sobre ella. Es una compensación que los hombres debemos a la mujer después de siglos dominándola y explotándola en todos los órdenes.
Hoy la igualdad social de la mujer es perfectamente alcanzable en las condiciones materiales y objetivas de nuestras sociedades y si algo la impide es de base principalmente cultural.
Que la mitad de la Humanidad sea socialmente inferior a la otra mitad no tiene ningún fundamento, aunque tenga siglos de antigüedad. Es, simplemente, una creencia “no humana”, puesto que la especie humana es “una”. Además, constituye un despilfarro estúpido de energías y de capacidades intelectuales. La Humanidad sería otra sin esta división y despilfarro seculares.
En general, mucho se ha avanzado en Occidente -no tanto como la evolución del conocimiento permitiría-, pero queda casi todo por hacer en otras regiones geográficas, religiosas y culturales, en particular, en el mundo islámico, donde la mujer apenas ha salido del estadio primitivo.