Queda tanto por hacer en la historiografía catalana.
En cierta manera todavía vivimos del relato oficial fijado en los años 30 por Ferran Soldevila -en aquella Història de Catalunya financiada por Cambó- y Rovira i Virgili.
Vicens Vives ya tuvo peloteras tremendas con ambos en los años 30 tras cuestionar las críticas al Compromiso de Caspe o reivindicar a los Trastámara. ¡Oh, herejía!
Aunque desde entonces se mantiene prácticamente intcata la misma versión de los hechos: un pueblo oprimido por España o por la historia.
Tengo incluso la sensación de que no se recurre suficientemente a las fuentes originales a pesar de que el archivo de la Corona de Aragón se halla en Barcelona.
No deja de ser curioso, en este sentido, que los tres últimos grandes historiadores (Elliott, Pierre Vilar y Vicens Vives) estén muertos y dos de ellos sean extranjeros.
Lo cual también vendría a confirmar la tesis de que se ha aportado poco desde entonces excepto en algunos campos concretos. Por ejemplo las investigaciones de Joaquim Albareda sobre la Guerra de Sucesión por razones obvias.
Al fin y al cabo Notícia de Catalunya es de 1954, Catalunya dins l’Espanya moderna del 1962 y La revolta dels catalans de 1963.
Tenemos, además, vacíos enormes. Casi agujeros negros.
Por ejemplo, sobre la Guerra Civil del siglo XV -que tanto debió influir en la decadencia medieval- hay los dos volúmenes de los Sobrequés -padre e hijo- pero prácticamente nada más.
Tampoco nos hemos atrevido a coger el toro por los cuernos con personajes claves de nuestra historia.
Joan Esculies (1976) acaba de publicar ahora la biografía de Josep Tarradellas. Lo celebro aunque Tarradellas es ahora una figura políticamente inofensiva.
Lo que nos convendría sería la biografía canónica de Macià, de Companys y hasta de Pau Claris. Nadie ha aceptado el envite. No vaya a ser que se nos hundan los mitos.
Quizás, en el fondo, el gran problema de la historiografía catalana de los últimos años ha sido su politización.
Con algunas excepciones que mantuvieron la cabeza serena y los pies en el suelo -Andreu Mayayo, García Cárcel, Jordi Canal, Ucelay, Martínez Fiol, seguro que me dejo alguno-, la mayoría se apuntó al mainstream. Los historiadores también comen.
Josep Fontana, considerado hasta su muerte en el 2018 el padre de la historiografía catalana moderna, aceptó participar en aquel seminario de la Generalitat durante los fastos del Tricentenario: “España contra Catalunya”.
Y Borja de Riquer, que debe aspirar a la sucesión en puesto honorífico tan relevante, lo he visto sentado en actos de Òmnium en primera fila cortando la calle Diputación. Haciendo méritos.
Ése, ése ha sido el problema: poner la historia al servicio de la política.
Por ejemplo: para conmemorar el citado Tricentenario eligieron a dos periodistas. Y ambos de confianza: Miquel Calçada por la Generalitat y Toni Soler por el Ayuntamiento de Barcelona, entonces con Xavier Trias de alcalde.
Recuerdo que hasta nos llevaron un día a Marganell, un pueblo a las faldas de Montserrat, a depositar un poco de tierra de diferentes localidades catalanas.
Tampoco me extraña. Pujol, en sus memorias, dice que para dedicarse a la política hay que saber historia.
En los años 90 ya impulsó el Museo de Historia de Catalunya. Edificio por el que se pagaba de alquiler ... ¡un millón de pesetas al día!
Espero que, como me dijeron un día, no hubiera comisiones de un vástago de por medio.
Lo que no dice es que los historiadores tengan que hacer política.
Peor, com en otros campos de la cultura, hemos perdido cuarenta años.
Como decía el citado Vicens Vives, "habría que hacer un esfuerzo para conocernos".